Autor:
Allan Lavell
COVID-19, con sus severos impactos sobre la salud y la economía, ha sido calificado y clasificado como un “desastre” o “catástrofe” en múltiples ámbitos y discusiones académicas, de los medios de comunicación y prácticos. Y, al tomar la definición de “desastre” que más se usa hoy día en el sentido que representa una interrupción severa en el funcionamiento cotidiano y rutinario de la sociedad, a raíz de los impactos, daños y pérdidas asociadas con un evento de origen natural, socio-natural, tecnológico o social; COVID-19 califica ampliamente como desastre.
Además, al representar la manifestación o actualización de un contexto de riesgo prexistente (daños y pérdidas latentes) en que la amenaza biótica, que es el virus, se combina con condiciones de exposición por parte de poblaciones distintas y grados variados de vulnerabilidad intrínseca y adquirida, también califica ampliamente para ser catalogado como desastre [1].
Visto desde un ángulo más amplio el COVID-19 califica como un shock, una crisis, entre las muchas que con más y más frecuencia afectan a diferentes poblaciones y economías mundialmente y que, con la ocurrencia de eventos menos impactantes pero de naturaleza más recurrente y acumulativa, ofreció la base y la incentivación para los acuerdos tomados en la reunión cumbre de las NNUU en Sendai en 2015 sobre el riesgo de desastre y la necesidad de acciones concertadas para reducir o controlar el constante y acumulativo crecimiento de riesgos en la sociedad moderna.
A la vez que se puede concluir que COVID-19 es un shock, desastre, o catástrofe, también se puede afirmar que la gobernanza, la institucionalidad con la cual se ha manejado la crisis, sus efectos, sus causas y orígenes, no ha sido, en general, constituida con tal propósito por los sistemas nacionales de gestión de riesgo o de desastre establecidos en distintos países del mundo.
En unos pocos casos esos sistemas han sido los coordinadores de la respuesta estatal, como es el caso de Uruguay en nuestra región, o han asumido importancia significativa en aspectos de análisis, logística y manejo de aspectos de la emergencia sanitaria en sí, como puede ser el caso de Costa Rica. En la mayoría de los países, sin embargo, su papel ha variado entre una presencia nula o como un adjunto parcial a estructuras creadas especialmente para manejar las crisis, en las cuales los Ministerios de Salud se han destacado en función de la presencia primaria de un riesgo e impacto en la salud humana.
Esta falta de uso o reconocimiento de la función de los sistemas tiene una explicación variada, de acuerdo con el país, pero tres contextos o factores parecen ser dominantes, funcionando de manera independiente, o en consonancia.
Primero, la falta de eficacia y eficiencia de muchos de los sistemas existentes, aún en casos de respuesta a desastres más conocidos y experimentados, y definitivamente en cuanto sus capacidades de liderar acciones, políticas, y estrategias de reducción y control del riesgo, y de recuperación post impacto. La naturaleza “sistémica”, global, transfronteriza, compleja de la crisis ofrece un escenario de mucha mayor complejidad que el asociado con amenazas o riegos más “convencionales”. Segundo, desconocimiento de estos sistemas, sus funciones y las oportunidades que presentan por parte de los mismos gobernantes de los países. Y tercero, la oportunidad política que ofrece la crisis para poner en escena y sacar ventaja de estructuras de gobernanza más centrados en el poder político central. En el pasado, con procesos de reconstrucción y recuperación post impacto, muchos gobiernos también han creado estructuras especiales, idiosincráticas, para hacer lo que en teoría los sistemas nacionales de riesgo fueron normados para lograr.
El tema y la práctica de la gestión del riesgo de desastre ha evolucionado conceptual y teóricamente de una forma significativa sobre los últimos 40 años, y sobre los últimos 20 en particular. Sin embargo, aunque muchos países han acuñado los preceptos, nociones y conceptos más recientes y avanzados, igual que los acuerdos internacionales en el tema, la concreción de una práctica consecuente e integral, el involucramiento de actores sociales relevantes desde los sectores de desarrollo hasta los de respuesta a emergencias no se ha concretado adecuadamente en muchas partes y las transiciones en prácticas no se ha dado, con lo cual se enfrenta una situación de discurso evolucionado, sin concreción real en la práctica. Esto es particularmente cierto en el área de reducción y control de riesgo, prevención y mitigación, a diferencia de los preparativos y respuesta a desastre.
Al analizar los cambios fundamentales en el concepto de desastre y riesgo de desastre, que se han dado durante los últimos años, se puede apreciar su relevancia y aplicabilidad para el análisis de COVID-19 como contexto de riesgo, materializado en desastre, y también para identificar las fallas o los aciertos en la práctica en nuestra región y otras partes del mundo, frente a esta crisis singular. Nuestro objetivo en adelante es relevar, brevemente, los aspectos más importantes de esos marcos para insistir sobre su relevancia para el futuro y la necesidad de mayores avances en la concreción de sistemas de gestión de riesgo o crisis más eficaces.
La transformación más significativa en el concepto de desastre sobre los últimos 50 años ha sido de visiones llamadas “fisicalistas”, hacia visiones informadas por el concepto de la “construcción social del riesgo”.
Lo fisicalista fue tipificado en su expresión más extrema por la noción de “desastre natural”, las interpretaciones fatalistas con ideas de inevitabilidad, amenazas físicas dotadas de características humanas de forma animista tal como un huracán “asesina”, o un terremoto “violento” frente a las cuales se acostumbrada usar términos tales como “guerra”, “lucha”, “batalla”, para tipificar la acción tomada. Al extenderse el COVID-19 en distintos países, era común escuchar la noción de “una guerra contra el virus” explicitada por jefes de Estado o Ministros de Salud.
Por otro lado, la evolución de la noción de construcción social del riesgo significaba poner la sociedad, sus modalidades de acción, sus formas de uso del territorio y del ambiente, sus decisiones sobre amenaza y recursos , además de sus percepciones diferenciadas sobre riesgo, condicionadas por cultura, etnia, raza, posición social, etc.. en el centro del análisis de la forma en que eventos potencialmente adversos impactan sobre estratos de la sociedad, individuos y familias, los medios de vida, la infraestructura de forma diferenciada y discriminatoria. O sea, la guerra, si existiese, sería en contra de la misma sociedad y sus prácticas, no contra un inmutable sismo, huracán o virus.
Fundamentado en el concepto de vulnerabilidad social, la construcción social del riesgo se ancla en una comprensión de la relación que se establece entre modelos de desarrollo, sus causas de fondo y los impulsores de riesgo que animan, afectando los patrones de amenaza, vulnerabilidad y exposición. La construcción social como concepto condujo a la incorporación de nuevos actores en investigación y acción, empujando el tema hacia formas más multi e interdisciplinarias, con la presencia de científicos y científicas sociales junto con profesionales de las ciencias básicas y aplicadas. Además, puso el riesgo como condición latente en el centro del análisis, a diferencia del desastre, como producto consumado.
Tres consecuencias fundamentales se han derivado de una concepción social del riesgo y los desastres, con implicaciones para la práctica (incluyendo COVID-19).
En primer lugar, la aceptación de que la construcción del riesgo es endógena a los modelos de desarrollo y no el resultado sencillo de eventos exógenos que impactan negativamente en ello.
Segundo, que existe una relación causal cercana entre lo que se han llamado diferenciadamente riesgo crónico o cotidiano, riesgo extensivo y riesgo intensivo de desastre. En el primer caso se trata de las condiciones sociales de existencia cotidiana de múltiples estratos de la sociedad calificados como pobres, excluidos o marginalizados, condiciones que limitan las oportunidades de vida con progreso y prosperidad. En el segundo caso se trata de eventos amenazantes de pequeña magnitud, pero de alto nivel de recurrencia que, debido a circunstancias de alta exposición y vulnerabilidad, conducen a altas perdidas y daños acumulados sobre el tiempo. Y, en el tercer caso se trata de los grandes eventos que captan la atención de gobiernos, la prensa, nosotros mismos, con bajo nivel de recurrencia pero que conducen momentáneamente a grandes pérdidas y daños.
En este marco de análisis es que más recientemente, a raíz de la crisis financiera de 2007-10, gran importancia se ha dado a la noción de “riesgo sistémico”, que capta la existencia de relaciones y concatenaciones, efectos de derrame de impactos en elementos individuales de la economía y sociedad (infraestructuras particulares, proveedores de insumos para la producción en cadena, la vida de individuos, etc.) en la sociedad como un todo.
Tercero, la construcción social ha sido aplicada como noción no solamente en cuanto a la vulnerabilidad y la exposición sino con referencia a las amenazas mismas, tradicionalmente clasificadas de origen natural, tecnológico o social, con categorías relacionadas con las relaciones entre ellos. Así, adicionalmente a los anteriores, surge el concepto de “amenazas socio naturales” para captar los orígenes de múltiples eventos potencialmente dañinos que se construyen en la relación degradante entre sociedad y el medio ambiente natural y que va desde deslizamientos causados por deforestación, erosión y sedimentación, hasta el cambio climático mismo con la incidencia de las prácticas humanas en ello.
Las tres circunstancias conducen a la conclusión de que el dominio histórico y actual en los preparativos y respuesta a desastre, pueden y deben estar acompañados por acciones de corrección anticipada de riesgo existente, control prospectivo sobre nuevo riesgo a futuro y fortalecimiento de la resiliencia.
Al retomar el caso de COVID-19 y su presencia e impacto mundial, nacional y localmente, no es difícil analizarlo a la luz de las concepciones y nociones desarrolladas para captar el riesgo de desastre y desastre mismo, y en consecuencia confirmar desde la perspectiva investigativa y práctica que el COVID-19 es un desastre.
El origen del virus en relaciones no sustentables entre sociedad y ambiente (zoonosis, lo socio natural); la exposición de poblaciones de forma diferenciada al virus por las diferenciadas circunstancias de su existencia diaria o la imposibilidad del distanciamiento físico, las cuales, junto a la vulnerabilidad, tiene sus orígenes, en gran parte, en condiciones de desigualdad (tanto acceso a servicios y empleo, como tener voz, reconocimiento y presencia en decisiones), pobreza y exclusión; la concatenación entre efectos en la salud a efectos en la económica y bienestar por el impacto de las políticas y acciones dictadas desde gobiernos y sus efectos sistémicos, todos confirman el parentesco de COVID-19 con el tema de riesgo de desastre y desastre desarrollados históricamente.
La falta de acciones correctivas o prospectivas sobre el riesgo asociado con el virus, a diferencia de la respuesta de emergencia, tiende a reiterar los errores de la gestión de riesgo en desarrollo donde el pasado se olvida, la experiencia no se sistematiza, y las dificultades de intervenir sobre procesos fundamentales de la sociedad afloran. Además, el corto plazo domina en decisiones y acciones, con su tendencia a la privatización de la ganancia y la construcción del riesgo, la socialización del riesgo y sus efectos, entre otros; así como contextos de “amenaza moral” (moral hazard, en inglés), donde existen circunstancias que animan la creación de condiciones de riesgo por razones de la ganancia anunciada, a sabiendas de que el Estado o los aseguradores compensarán pérdidas sufridas en caso de desastre, bajo el argumento “demasiado grande e interrelacionado para fallar”.
El riesgo, sea asociado con terremotos, huracanes, crisis financieras o virus, aflora como resultado endógeno de procesos de fondo en el desarrollo de la sociedad. Si no hay control e intervención sobre los procesos de fondo no habrá opción real de reducción, control, prevención y mitigación significativa de riesgo, sino que la opción de preparación, respuesta, resiliencia frente a desastres seguirá dominando en contextos de mayores desastres y los impactos que significan en la sociedad.
Notas
[1] Amenaza hace referencia a la potencial ocurrencia de un suceso o evento que puede servir de gatillo, (trigger, en inglés) para impactos posteriores. Exposición se refiere al grado en que una unidad social individual o colectiva o del ambiente natural o construido está en el área posible de afectación e impactos de la amenaza una vez concretada como un evento real. Y vulnerabilidad se refiere a condiciones adversas de origen social, económico, político, genético, entre otros, que influyen en el nivel de impacto finalmente sufrido. Vulnerabilidad se contrasta con resistencia y resiliencia, capacidades y oportunidades que significan opciones positivas de resistir los impactos de un evento particular.
Bibliografía recomendada
Alcántara-Ayala, I; I. Burton; A. Lavell; A. Maskrey; A Oliver-Smith; Fernando Ramírez (2021) Editorial: Root causes and policy dillemas of the COVID 19 pandemic global disaster. International Journal of Disaster Risk Reduction, January, 2021.
Lavell. A: Maskrey, A. (2014) The future of disaster risk management. Environmental Hazards. volume 13, issue 4. Taylor and Francis.
Oliver Smith, A; I Alcantara-Ayala; I. Burton; A Lavell (2016) Investigación forense de desastres: un marco conceptual y guía para la investigación. Instituto de Geografía, UNAM, México.
* Este texto es de carácter de opinión, responsabilidad de cada autor/a.